jueves, 1 de noviembre de 2012

La jofaina maravillosa

Breve extracto de "de La jofaina maravillosa", (1922), de Alberto Gerchunoff (1883-1950), aportado por alguien a quien respeto tanto como admiro.

(Aclaración, "jofaina", según la RAE es la "vasija en forma de taza, de gran diámetro y poca profundidad, que sirve principalmente para lavarse la cara y las manos"; y para más datos, es lo que Don Quijote se puso sobre la testa, cual yelmo refulgente).

Señor de la piedad

Todo grande heroísmo tiene por resorte o culto el amor a la humanidad. No hay héroe misántropo. El que se yergue de pronto y sale a dar voces para convocar legiones propónese una brega que lleva su fuerza vencedora en el amor a los hombres y en el amor a los hombres confía. Es por eso que es en vano disuadirlo de su empresa. Podrán decirle que sus enemigos son ejército y que el ejército es de gigantes. Como si fuera a su vez mesnada de mil lanzas, se arrojará al camino. Sabe que los vencerá; los vencerá yéndosele la sangre por las abiertas heridas o saliéndosele el alma por la boca espirante, pues lo heroico es imperecedero y triunfa con persistir en el recuerdo, en cuya distancia de inmortalidad se embellece como el sonido más recio se vuelve melodía en el transcurso del espacio. Cuando alguien echa sobre sus hombros el peso de una inmensa fatiga, la gente afirma compasiva y burlescamente: ¿Qué hará solo contra el mundo? Ignora que en eso está el ser héroe y lo sublime consiste en reducir el absurdo a cosa corriente, pues con estar solo contra el mundo es como al mundo se sirve y se le salva. He conocido una vez, cuando yo era niño y aprendía el oficio de vivir ejercitándome en las crueldades de la niñez y corría con la honda tras los pájaros que llenaban el aire matinal con la dulzura de las canciones, he conocido, digo, a un anciano que solía sentarse junto a un tronco musgoso y proferir amonestaciones contra el mal. Su lengua era tosca y silbaba en la soledad como una amenaza. En vecindad con los árboles, bajo el cielo inocente, predicaba, irritado e impasible. Nadie oía su prédica, nadie se detenía en el tránsito de sus quehaceres a oír su queja sagrada. Se le tenía por loco. Pero, los días lentos llevaron de rincón a rincón de la comarca esa ruda voz de castigo y de promesa. Al morir, no se recordaba ya su locura. Filas silenciosas de hombres y mujeres seguían su féretro en medio del campo cubierto de trigo y montes de amapolas agobiaban el ataúd. Iba muda la caravana porque su alma estaba llena con las voces que el viejo enloquecido de piadoso fervor había lanzado en la soledad estéril. Sabía, por lo tanto, lo que hacía. Hay que predicar en el desierto, porque siempre se predica en el desierto. El viento que forman los gritos inútiles del hombre en quien vibra el dolor de los hombres se propaga como el viento mismo en la llanura desnuda. ¿Qué importa quién oirá ese clamor vasto y perdido? Se oirá a través del tiempo, hecho tumulto. El pobrecillo de Asís se ponía en la ribera del río y hablaba a los peces. Si por allí hubiese pasado San Ignacio de Loyola, ese chato tenedor de libros de los asuntos divinos, le hubiera dicho, sin duda:
-Hermano Francisco, pierdes tu tímida elocuencia en objetos sin provecho. ¿Para qué convencer a los peces? Los peces no pecan y no tienen con qué rescatar sus pecados. No dejan herencia, no son donatarios de heredades en beneficio de iglesias y de monasterios. Vete a la ciudad. Endereza a la viuda rica hacia la senda devota; reprocha al poderoso sus faltas y perdónale y así contarás con su poder. Es justo perdonar al poderoso a condición de que nos acate y es profesión nuestra la severidad con el humilde. En mis Ejercicios Espirituales hallarás la lección adecuada a tal procedimiento. ¿Por qué te afanas por el ciego y por el lobo? ¿Qué milagro es el que el lobo se trueque sumiso a tu sortilegio? ¿No son mejores, acaso, los milagros que yo hago? Junto al altar dorado de luces, muestro reliquias que me traen los mendicantes y las personas se prosternan y gimen y dan el óbolo con que compran su redención.
En cambio, el pobrecillo de Asís peroraba en la ribera. El agua del río se estremecía y el rumor de la floresta se paraba para dejar paso a su acento triste y dulce. Y en los siglos de los siglos, los corazones perciben esa palabra que hizo del desierto su enorme trompeta. El pobrecillo de Asís era un héroe.
Amaba a los hombres y amaba a las cosas. La piedad inundaba su espíritu y la derramaba a su alrededor como un príncipe antiguo las monedas de oro al cruzar una aldea. 

Gerchunoff

Así era Don Quijote. Prototipo del héroe, es el ejemplo conmovedor de la piedad vertida en su larga expedición en obras de salvadora justicia. ¿Qué es el sueño de la gloria sino la conquista de la gratitud perpetua de la gente por el amor hacia ella? Fijaos bien. Si nombramos a uno que vivió centurias atrás es porque algo ha hecho o algo ha dicho que viene en alivio de nuestra pena, desde el áspero profeta hasta aquel que combinó, para consolarnos, palabras deliciosas. Don Quijote es eso. Armado caballero por el dueño de la venta, deparole el destino la aventura del bosque. Su corazón, movido por delicadas cuitas, se exalta de furiosa misericordia al ver al débil Andresillo ligado a una encina y azotado por su amo, Haldudo el rico. Haldudo era el amo perfecto, no diferente de los que conoció en el cautiverio el evangelista del paladín. Hacía trabajar al muchacho cuidando ovejas; lo hacía trabajar como al perro que le seguía y como al perro le trataba y con igual paga por añadidura. Don Quijote lo libra de sus ligas y lo venga con su justicia. No hagamos caso de que partido el caballero, el amo volverá a ser inicuo y le irá peor aun al pequeño esclavo; hay en ese episodio un sentido distinto y es que los Haldudos, que nacen de la ferocidad y en ella cavan su riqueza y su dicha, se denuncian ante el mundo y los que son sus víctimas tienen en Don Quijote el vengador. En los días de los días, nos acordaremos, al imaginar un mundo reposado en leyes fraternales, de ese encuentro prodigioso en que resuena la angustia de los sufrientes y la fría dureza de los negreros. La piedad que nutre a los perseguidores de la quimera, a los forjadores de las imágenes de la tierra feliz, a los predicadores de la hermandad armoniosa, mana de ese acto de generosidad. ¿Qué haríamos sin el sentimiento de piedad? Haríamos, posiblemente, libros como los de Loyola, descarnados y feos, en que el alma tirita como un mendigo en la lluvia. Haríamos libros de doctrina seca, que tienen la espantosa lobreguez de las cuentas. Necesarios son los números, mas, si no les ponemos el corazón adelante como unidad brilladora, se trocarán en ceros irremediables.Nada se ha hecho sin piedad, nada se puede hacer sin frotar un alma con otra alma. Aun los que se entregan al oficio de la guerra y tienen la muerte por medida de su hazaña y testigo de su acción, buscan en la misericordia lo que no encontrarían ni en la razón convincente ni en la fuerza incontrastable. El desolado Príamo, al ir a la tienda de Aquiles a reclamar los despojos de Héctor, no intenta seducirle con argumentos. No le dice: «Ilustre Aquiles: ¿para qué te sirve el cadáver de mi hijo a quien venciste gloriosamente? ¿Qué ganarás con afrentarlo entregándolo a la furia de los canes hambrientos?». Ese raciocinio, fundado en la lógica de los hechos, sería desdeñado por el insigne peleida. Pero Príamo había vivido y sufrido mucho y sabía que solo la piedad es irresistible. Al verse ante el vencedor de Héctor, le dijo esto, tan simple, tan doloroso y tan hondo:
-Acuérdate de tu padre...
Y el corazón de Aquiles, embravecido de furores como el negro mar, se aplacó al instante y sus ojos se humedecieron.
Don Quijote es el señor de la piedad. Santos sin piedad, son santos tallados en piedra. Los miramos medrosamente como a promontorios de roca, en que se sientan a descansar las aves de presa. Y lo prueba el caso de que los héroes de la humanidad, por rígidos y disciplinados que fueran, si la humanidad los rememora teniendo en ellos su sostén, es porque en el fondo de su rigidez y en lo duro de su disciplina resplandece la misericordia, que es la llama de la justicia.
¡Oh Andresillo, hijo mío! No te arrepientas de que, ido el caballero, volviera a atarte y azotarte tu amo. En más de una ocasión, cuando ganaba mi jornal en las fábricas, sufrí lo que sufriste. Entonces, mis manos tenían llagas, llagas verdaderas y sangrantes, que me enseñaron el camino piadoso del ideal. Al retornar a mi casa, la viejecita de ojos claros y de frente arrugada por el padecimiento se ponía a mi lado, y de tristes que estábamos nos volvíamos alegres. Yo le leía el pasaje en que Don Quijote intercede por ti, y, aunque la viejecita no sabía mi idioma, que es el tuyo, de sus pupilas profundamente azules, eternamente azules, descendían las lágrimas. Y te sentía en mí consolado y vengado.

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